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©2023 Matías Wiszniewer

Abderramán I:
último sobreviviente de la dinastía de los Omeyas en Damasco; fundador del Emirato de Córdoba en el siglo VIII.
Abderramán III:
lejano sucesor de Abderramán I; último Emir y primer Califa de Córdoba.
Córdoba: capital de Al-Andaluz (es decir, de la España musulmana medieval), sobre la vera del Guadalquivir, que alcanzó su máximo esplendor durante el gobierno del Califa Abderramán III.

Apogeo de Córdoba en el siglo X: centro universal de las artes y las ciencias, primera ciudad del mundo con alumbrado público. Un verdadero ejército de traductores islámicos y judíos abastecían la biblioteca califal a partir de materiales que llegaban de todo el mundo conocido, y las escuelas bullían con los conocimientos más avanzados de la época. Se cree que Córdoba llegó a tener en ese momento entre trescientos mil y un millón de habitantes, cuando ni Londres ni París superaban los cien mil. 
Hroswitha de Gandersheim, monja 
alemana, escritora y viajera del siglo X, dejó escrito que aquella Córdoba era “una joya brillante del mundo, ciudad nueva y magnífica, orgullosa de su fuerza, celebrada por sus delicias, resplandeciente por la plena posesión de todos los bienes.” 

La 
inmensa Mezquita en penumbras, se comenzó a construir en el siglo VIII, sobre la antigua catedral visigoda. 
De pronto, las penumbras se convierten en luz que encandila: allí está la nueva Catedral (edificada por los cristianos que reconquistaron Al-Andaluz), con su esplendor barroco en el centro de las columnas y los arcos del templo musulmán.  
Y en el exterior, a pocos metros, el trazado laberíntico de la Judería, alrededor de la estatua de Moisés Maimónides (foto), allí donde habitaron generaciones y generaciones de hijos de Israel, muchos de los cuales fueron destacados artistas e intelectuales dentro de la nación árabe española, e incluso funcionarios y ministros de emires y califas.

Quizás sea la ciudad palatina, fortaleza y alcázar de 
Madinat Al-Zahra (Medina Azhara, “la ciudad que brilla”), a pocos kilómetros de Córdoba y hoy en ruinas, la mejor expresión de aquel pasado perdido.
Y el ritmo del flamenco, que resuena en todos los rincones, el testimonio perenne de su inmortalidad.