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©2024 Matías Wiszniewer
“Chichén Itzá” o “Boca de pozo de lo itzáes”, el sitio arqueológico más visitado de México, en el norte de la Península de Yucatán, a mitad e camino entre Mérida y Cancún, debe su nombre al Cenote Sagrado que con sus 50 a 60 metros de diámetro, 20 de altura y otros 20 de profundidad desde la superficie de las aguas turbias, otorga fundamento a esta gran ciudad maya que tuvo su esplendor entre los años 800 y 1100 de nuestra era. Esto es comprensible porque los cenotes (pozos de agua dulce esparcidos por toda la Península) eran fundamentales para el Mundo Maya yucateco tanto como fuentes de agua en un territorio casi sin lluvias, como por ser considerados recintos de acceso al inframundo, es decir, a la indispensable conexión con el mundo de los muertos.
En cuanto a las edificaciones de tipo religioso, se destaca la pirámide denominada “el Castillo” o Templo de Kukulcan, de simétrica perfección, que ocupa el centro del centro urbano. Fueron unas cuatro horas de caminata entre multitudes bajo un sol abrasador, con el solo resguardo de fugaces sombras en los arbolados caminos internos cubiertos de tiendas.
Por la mañana, al llegar desde Mérida a la antesala del pequeño pueblo de Pisté (4km antes de Chichén) una persona de ascendencia maya que interceptaba el camino me había dado gentilmente un mapita de cortesía. Atravesé el pueblo y llegué a la maravilla arqueológica, donde me esperaban las pirámides, los templos, las plataformas, el “otro barrio” de la ciudad con edificios emblemáticos como el Observatorio-Caracol, la Casa de las Monjas y el Osario o Tumba del Gran Sacerdote, y la inmensa cancha de Juego de Pelota (la más grande de Mesoamérica) donde escuché a un guía del lugar contarle a sus clientes-alumnos algo que no suele aparecer en los textos, a saber, que solo “la mayoría” de los arqueólogos sostiene que el sacrificado después de cada partido era el capitán ganador, pero que una minoría de los expertos dice que era el perdedor, lo cual parecería bastante más razonable.
El sitio “diurno” cerró a las 17hs., y a las 19 me esperaba la segunda vuelta: luego del Sol, la Luna.
Me refugié a pasar el interregno en el bar del hotel “Chichén Itzá” de Pisté, y volví a la urbe de los itzáes.
La noche era espléndida, y la brisa refrescante tan perfecta que parecía digitada por los dioses.
Luego de (re) ingresar, los organizadores invitaron a un recorrido nocturno alrededor de la Gran Plaza del Castillo, el Juego de Pelota, la Plataforma de Venus y el Templo de los Guerreros, para después contemplar en detalle las cuatro “laderas” del Castillo hasta llegar a la platea especialmente dispuesta para el espectáculo de Luz y Sonido. El breve paseo tuvo una dimensión celestial, como si solo faltara la aparición de una nave de “Encuentros Cercanos” o del Monolito de “2001, Odisea del Espacio”.
Y lo que vino después (sucesión de relatos míticos, música, e imágenes proyectadas sobre la pendiente occidental de la Gran Pirámide, bajo las estrellas de Yucatán), fue apoteótico, conmovedor. Todo allí era sugerido, indagado, sin cerrar ninguna puerta a lo mucho que queda por saber del Mundo Maya.
El objetivo de aproximarme a la cosmovisión precolombina de Mesoamérica quedó sobrecumplido en este último plato fuerte del viaje.