Regresé a la península de Yucatán por su costa occidental, sobre el Golfo de México, Estado de Campeche (la península yucateca, luego de una rebelión independentista en el siglo XIX, fue “castigada” por México con su división en tres estados diferentes: Campeche, Yucatán y Quintana Roo) y pasé la noche en la capital de ese estado: San Francisco de Campeche, de un preciosismo colonial espectacular que junto con sus baluartes del siglo XVIII, sus raíces mayas y los aires marinos, la convierten en un lugar único.

Continuando al día siguiente hacia Mérida, incursioné en el magnífico sitio arqueológico de Uxmal. Allí lo primero fue dejarme inundar por el silencio primordial del bosque entre los formidables edificios testigos de las centurias, en compañía -eso sí- de numerosas iguanas y del sordo murmullo de las aves. La majestuosa Pirámide del Adivino que recibe al visitante y que fue el gran templo de la ciudad (para mí más imponente aún que el mismísimo Palacio del Gobernador). También es sobrecogedor el gran patio del “cuadrado de las monjas” con su altar sacrificial en el centro. 

Ahí nomás, antes de salir de los bosques de Uxmal, valió la pena dejar que se haga de noche recorriendo el ecoparque dedicado a una de las almas de México: el cacao. Museo al aire libre con exhibición de animales y plantas de la zona (le pude dedicar unos minutos al recinto del “mono maya o araña”, casi que tuve una charla con uno de ellos). En el camino del bosque, varias chozas tipo “casa maya” con muy buenas muestras y explicaciones sobre distintos aspectos de la historia regional y mundial del chocolate, y al final, en vivo y con música evocativa, una ceremonia maya del cacao y degustación ritual de una taza de puro cacao 100% al agua.