Filadelfia hace honor a su etimología: la ciudad del “amor fraternal” lo recibe a uno con los brazos abiertos; amable, tranquila y amigable; fácil de recorrer, de conocer, y de amar.
Allí, en el núcleo histórico, el 4 de julio de 1776, se aprobó la Declaración de la Independencia, donde se sostenía el “derecho a la revolución” que asiste a los pueblos, derecho de rebelión o derecho de resistencia a la opresión, derecho al autogobierno, sin rey, de aquellos trece “Estados Unidos” originarios. Los autores del texto afirmaban como “evidente que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.”
Luego vendrían los años de Guerra que, bajo el mando de Washington, los sublevados liberarían contra el Imperio Británico para ganarse por la fuerza de las armas esa vida independiente que acababan de proclamar.
Las tierras de Filadelfia (y de Pensilvania, el Estado del cual es capital) muestran huellas de haber sido habitadas desde hace unos 15.000 años. Los europeos arribaron a partir del siglo XVII. En 1655 los holandeses expulsaron a los suecos que se les habían adelantado en 17 años. Pero en 1664 fueron los ingleses quienes vencieron a los holandeses (como lo habían hecho el mismo año en Nueva York), y consolidaron su dominio en toda la región.
Poco después de terminadas las guerras y consolidada la República, ya redactada (también en Filadelfia) la nueva Constitución y con George Washington como primer presidente, la ciudad se convirtió en capital transitoria del país entre 1790 y 1800, mientras se edificaba la actual Washington D.C
Todo el fragor de la llamada “Revolución Americana” se puede vivenciar con mucha intensidad en los diferentes el casco histórico, sobre todo en el Independence Hall, donde visité la sala en que se debatió y se aprobó la Declaración de la Independencia y, por supuesto, el magnífico Museum of the American Revolution.
Pero Filadelfia esta también su agitado Reading Terminal Market, la una antigua estación ferroviaria devenida mercado gastronómico, ofrece inagotables puestos para degustar su inagotable oferta de platos. Y la ancha Market street (su avenida principal), y el puerto sobre el río Delaware que separa Pensilvania de Nueva Jersey, y numerosos barrios, y las banderas del mundo en la vistoso boulevard de la Benjamin Franklin Parkway, que lleva al gran palacio del Museo de Bellas Artes, desde cuyas escalinatas saluda la estatua de Rocky.
Y al otro lado del río Schuylkill, otra ciudad dentro de la ciudad: el bellísimo campus de la Universidad de Pensilvania, donde nos esperaba una de sus maravillas: el Penn Museum, joya antropológica de la historia humana, que al haberla visitado en las jornadas previas al Día de los Muertos, nos agasajó con reveladores espectáculos de música y danza de los pueblos de México.
Se acercaba Halloween (el equivalente estadounidense del Día de los Muertos), y lo pudimos ver en la muy pintoresca Pine street, que conserva los aires de una Filadelfia que se pierde en los siglos pretéritos. En esa larga y angosta calle, la mayoría de las casas estaban vestidas de las calabazas, calaveras y telerañas con que este pueblo celebra la efemérides.