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©2023 Matías Wiszniewer
JERUSALÉN, Yerushalaim en hebreo, Al-Quds en árabe.
“Yerushalaim shel zahav” (Jerusalén de oro) se llama el precioso himno que le cantan y que bien merece, no sólo por la tremenda cúpula dorada que desde el siglo VII cubre, en el Monte Moriah, el hito de Abraham, de Salomón y de Mahoma, sino porque toda la antigua Jerusalén, todavía rodeada de murallas y entretejida con mercados, laberintos de callejuelas y templos de las tres “Religiones del Libro” en todas sus variantes, parece emitir un brillo resplandeciente bajo el sol del desierto.
Al Monte Moriah, o Monte del Templo, donde rige el Statu Quo establecido en 1967, los no musulmanes solo pueden acceder atravesando una provisoria pasarela que pende sobre el Muro de los Lamentos: corredor tan provisorio como la propia situación de toda Jerusalén, donde la misma noche anterior a nuestra llegada, había habido un tremendo atentado en la puerta de una sinagoga del Este de la ciudad, con un saldo de siete muertos. Pero al cruzar el pequeño puente peatonal, la sensación de estar allí es indescriptible: el Monte del Templo se presenta como un ombligo del mundo, y transmite una paz sorprendente en un contexto de tanta tensión. Las imágenes de Abraham, de Salomón, de Jesús, de romanos, bizantinos y cruzados, se arremolinan en el alma, ante el brillo de las cúpulas y mezquitas, y más allá, los verdes del Monte de los Olivos, junto a las tumbas y las iglesias que lo revisten.
Entre la vieja Jerusalén y sus bordes, me zambullí en la “Ciudad de David“, donde según varios arqueólogos se habrían levantado los palacios de David y Salomón, y en el Palacio Omeya del “Yacimiento Davidson” (desde donde también se observa el Muro Sur del Segundo Templo, a noventa grados del Muro de los Lamentos, que es el Occidental), y en la supuesta tumba del Rey David que, venerada por judíos ortodoxos, se encuentra en el mismo complejo edilicio donde -sobre el Monte de Sion- se habría producido la Última Cena de Jesús y sus discípulos. Recorrí también, desde arriba, las murallas construidas en el siglo XVI por el sultán otomano Solimán el Magnífico, medité con recogimiento y dejé mis deseos en el Muro de los Lamentos, y en la Torre de David (fortaleza de la ciudad construida en el siglo II a.C., junto a la Puerta de Jaffa, que alberga exquisitas muestras de la historia de la ciudad, una preciosa escultura del joven David con la cabeza de Goliat, realizada por Verrocchio en el siglo XV y obsequiada a Jerusalén por la cuidad de Florencia, y un espectáculo de Luz y Sonido sobre las historias de David y de Jerusalén, inolvidable a pesar de la invernal lluvia que me tocó soportar).
Por fuera de los muros, ya en la Jerusalén Occidental (la ciudad moderna, plenamente asentada en el Israel judío, sentí la emoción conmovedora de Yad Vashem (“La Memoria del Nombre“; el memorial de la masacre nazi, la memoria de los millones de judíos asesinados, y también de los “Justos entre las Naciones”: personas no judías que arriesgaron sus vidas en defensa de las víctimas); pasé dos jornadas enteras en el inabarcable Museo de Israel (poco que envidiarle al MET o al British, a su extraordinaria colección hay que sumarle el Santuario del Libro, en el que se exhiben los Rollos del Mar Muerto, y la alucinante maqueta de lo que fue Jerusalén el los tiempos del Segundo templo), y algunas horas en el de las Tierras de la Biblia (interesante síntesis que abarca toda la región, más allá del propio Israel), me sorprendí en pleno Mea Sharim (el bastión de los judíos más ortodoxos del país) con la cartelería allí exhibida a favor de la causa palestina, que a la vez proclamaba que “los judíos no somos sionistas”, y en una noche de jueves, previa a un Shabat, me dejé atrapar en el fantástico laberinto del mercado callejero Mahane Yehuda, donde hasta altas horas de la madrugada los practicantes compran suficiente comida para pasar el santo día del descanso, cuando la tradición prohíbe tanto hacer compras como cocinar.
Desde el Monte Scopus, junto a la Universidad Hebrea que visitaron Freud y Einstein, pude apreciar el espectáculo panorámico de la ciudad en su conjunto, y en Belén (en territorio palestino de Cisjordania, al otro lado de un enorme muro de hierro y hormigón que no parece tener mucho que ver con los ideales de justicia y amor al prójimo que manda la Torá), las arquitecturas de las diversas corrientes del cristianismo en la Basílica de la Natividad, donde los peregrinos se arrodillan ante el preciso lugar donde María y José habrían colocado el pesebre, y los reyes magos sus regalos.