“¡Hei vah!” o “¡Khei vakh!” exclamó en su lengua un viajero altomedieval (árabe o persa) cuando, en medio de las arenas inhóspitas, vio brotar las aguas cristalinas que surgieron como por milagro de un pozo, y así se habría configurado el nombre de “Khiva” o “Jiva”.
Pero los primeros asentamientos documentados por los arqueólogos son de cinco o seis siglos antes de Cristo, y para los relatos legendarios el sitio es muy anterior: lo habría fundado el mismísimo Sem (el hijo de Noé del que provienen los semitas), cuando cavó allí el primer pozo en busca de agua (hecho acaecido, seguramente, bastante después de la catástrofe diluviana que protagonizó con su padre, cuando no había quedado trozo de tierra sin cubrir por el agua).
Luego de la conquista musulmana y del arrasamiento mongol, la ciudad, confín del todos los desiertos, se vio gobernada por una sucesión de kanes o emires, hasta que resistió y luego se sometió a los zares de Rusia, para luego pasar a formar parte de la Uzbekistán soviética y de la actual República.
La ciudad actual, con sus fortalezas, mezquitas e innumerables madrazas (escuelas coránicas), data de los emires del siglo XIX, y fue completamente restaurada por los soviéticos, que la transformaron en un verdadero museo a cielo abierto, pero las caravanas milenarias se dejan sentir aún en sus callejuelas, y en los alrededores extramuros.
Se ingresa al recinto amurallado por la Puerta del Oeste (“Ata-Darvaza”), y se escala a las anchas murallas desde la Puerta Norte. Todo se contempla maravillosamente desde lo alto del muro, pero también desde un fantástico atardecer en la terraza del Bar Terrassa.
Y en el medio, como desde hace siglos, los comerciantes ofrecen sus mercancías.