Quería ver sobre todo la antiquísima Fezcaminar por donde caminaron los sabios medievales,
apreciar el contraste 
entre aquel mundo perdido y el actual. 

Y pude observar allí cómo se articula la presencia de una universidad, la más antigua del mundo (junto a la mezquita de Qarawiyyin), con las callejuelas abarrotadas de burros, la infinidad de pequeñas tiendas bajo los techos del zoco, los hábiles comerciantes vociferando como hace siglos, los puestos de artesanos de todos los rubros imaginables, los hornos subterráneos de pan y los aviarios improvisados que exhiben pollos vivos (y sospechosas jaulas repletas de palomas) a compradoras que en poco tiempo los convertirán en plato hervido o asado. Y ahí nomás la casa que fuera del médico y filósofo judío Maimónides (o de “Moise ben Maïmoune“, ahora repartida entre un reducido restaurante y viviendas particulares) durante su exilio del siglo XII, y un poco más allá la plaza Seffarine: la de los orfebres, artesanos del cobre que hoy, como centurias atrás, baten sus piezas a perfecto ritmo, conformando una especie de concierto impecable mientras estudiantes y profesores entran y salen de la Biblioteca y de la Escuela que dan a la misma plaza (en lo que a mí respecta, trepé unas estrechísimas escaleras para contemplar el espectáculo desde la terraza del “Restaurante Seffarine”, donde conseguí -además de la vista privilegiada- un delgado sandwich de pasta de atún, y un poco de agua).