El regreso de Fez a Marrakech fue por una vía distinta a la del viaje de ida.

Todo autopista, visitando Rabat (la bonita capital actual del país), y la legendaria Casablanca, principal metrópoli y centro comercial e industrial del Marruecos moderno, con su colosal mezquita de Hassan II (la segunda más grande del mundo después de La Meca, construida al filo del Océano Atlántico a fines del siglo XX), el llamativo edificio blanco del Café Rick’s (perfecto homenaje al film que llevó a la fama a la ciudad), y la pintoresca rambla sobre el mar. Rabat –que está a solo 90 kilómetros de Casablanca– también descansa como ella sobre las costas del Atlántico Norte. Llama la atención el bosque de columnas que quedaron a la intemperie cuando Almanzor, líder de los almohades de hace mil años, murió sin poder cumplir el sueño de edificar una mezquita inconmensurable: allí están esas columnas y la gran torre de Hassan como eterno testimonio del proyecto inconcluso. En el siglo XX –al poco tiempo de que Rabat fuera convertida en capital- se levantó en el mismo espacio el Mausoleo donde yacen el padre y el abuelo del actual monarca marroquí: Hassan II y Mohamed V. Pero no se puede ir uno de Rabat sin antes sumergirse en la Casba de los Udayas, antigua fortaleza en la cima de una colina. No bien atravesé, por una de sus puertas, la muralla del bastión, se me apareció un improvisado guía. Luego de pactar en 100 dirhams (unos 10 euros) el valor los honorarios, el baqueano me llevó por los callejones pintados –cual isla griega- de intenso azul y blanco; me mostró las casas de los artistas extranjeros que ahora viven allí, y me guió a las terrazas desde donde se aprecia el conjunto de la capital, sus costas, y la majestuosa inmensidad del Océano.