Viajé dos días para llegar desde Marrakech a Fez,
con un chofer bereber sin religión, al que no le caían muy bien “los islámicos que dominan el país”.
La travesía fue por las cordilleras del 
Atlas, haciendo noche en Dades. 
Más allá de los magníficos panoramas montañosos, las colosales Gargantas y las colonias de dromedarios pastando tranquilamente sobre las banquinas, hubo dos cosas que me sorprendieron especialmente: el asentamiento medieval de Ait ben Haddou (de misteriosas fuentes judaicas que persiste frente al tiempo sobre la falda de una colina), y el camino de Boloujou a Ifrane, donde el paisaje se transformó abruptamente hasta hacerme sentir que existe una Suiza -con sus Alpes, sus bosques y sus lagos- en el medio de Marruecos (la temperatura, que había alcanzado más de veinticinco grados en el desierto, bajó a cero entre esos parajes).