Al llegar a Puebla, a la sombra del portentoso volcán Popocatépetl, fui tomando conciencia de que la inexorable flecha del tiempo me iba haciendo llegar hacia el centro del viaje. 

Vi una Puebla colonial y alegre, majestuosa y sórdida a la vez, pero cuyos contrastes no se dan entre una zona y otra, sino que aparecen a la vuelta de cualquier esquina, o entre una cuadra y la siguiente.  
Un Zócalo rodeado de pórticos y de la inmensa Catedral. La inigualable Capilla del Rosario revestida en oro, el extraordinario, moderno y sustancial Museo Amparo. Los mercados. El Callejón de los Sapos. El mole poblano que sólo después de una cantidad no sabida de segundos genera un suave y a la vez intenso picor en el paladar, y la calle de los dulces, donde también está la casa de esos hermanos Serdán que en los albores del siglo XX dispararon las primeras balas de la Revolución Mexicana.
El regocijo se completa en la frondosa, impecable Biblioteca (fundada durante el siglo XVII en el Antiguo Colegio de San Juan por el obispo Palafox), que forma parte de la Memoria del Mundo según la UNESCO. 

Apenas saliendo de los coquetos suburbios norteños de Puebla se ingresa en Cholula: allí está, casi completamente tragada por la tierra, la que dice ser la mayor pirámide del mundo. En su cumbre (doy fe de que es una auténtica “escalera al cielo” la que hay que subir para alcanzarlo) al Santuario de Nuestra Señora de los Remedios no se le mueve una pestaña para atreverse a coronar, con su sesgo cristiano barroco, tantas centurias y tantas culturas piramidales mesoamericanas. Y en la base de la inmensa montaña-pirámide se encuentra lo poco que hasta ahora los arqueólogos han sacado a la luz de esas culturas y esas centurias prehispánicas. Además, dos museos (uno Regional, y otro del Sitio) no demasiado fáciles de acceder. 
En el centro del pueblo actual, pareció estarme esperando la pizzería “Ché boludo”, adosada a la (textual) “Iglesia Maradoniana de México”.