“Y apacentando Moisés las ovejas… se le apareció el Ángel del Señor en una zarza ardiente… que no se consumía… Y lo llamó el Eterno y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí…”
“Entonces el Señor dijo a Moisés: sube a Mí al Monte, y espera allí, y te daré tablas de piedra con la ley y los mandamientos que he escrito para enseñarles.”
                                                                                                                                                                  Torá, Libro del Éxodo, capítulos 3 y 24

Atravesé el Canal de Suez que separa la “tierra de Egipto” de la Península del Sinaí por un moderno túnel, sin necesidad de “abrir las aguas del Mar Rojo”, y se me presentó ese paisaje desértico que habrían surcado Moisés y los hebreos hace milenios, capaz de anonadar a cualquier viajero.
El ascenso al Monte de Moisés (o Monte Sinaí, o Monte Horeb, o Monte de Musa, donde “el Eterno” entregó o no entregó al líder del Éxodo las Tablas de la Ley) sucedió durante la noche. El alba fue en la cumbre que reina sobre una imponente cadena de rocas inertes, y el descenso con la salida del sol. Unas exigentes siete horas en total (con la orientación de un beduino local) que incluyeron un tramo en camello.
Y en la base, por la mañana, luego del descenso, el Monasterio de Santa Catalina, donde cristianos inmemoriales buscaron refugio alrededor del un arbusto que no ni más ni menos -dicen- que la zarza ardiente.
La noche siguiente requirió un descanso reparador en Sharm el Sheikh, en el sureste de la península, junto al Mar Rojo.