No hay otra ciudad en el mundo, salvo ATENAS, donde las familias, cuando pasean un domingo por la tarde, se topen en los parques con la prisión de Sócrates, o con la tribuna desde donde Pericles le hablaba a la Asamblea (primeros pasos de la Democracia en el mundo).
No hay otra ciudad donde, entre incontables barcitos y restaurantes, entre negocios de artesanías y souvenires, entre la música callejera y las callejuelas innumerables que suben y bajan, entre deliciosas mousakas y reparadoras tacitas de greek coffee, uno se cruce con Bibliotecas de Adriano, Ágoras Antiguas o Romanas, Liceos de Aristóteles y Academias de Platón, Templos de Zeus, Areópagos donde los jueces de hace miles de años elaboraron sus sentencias, o cementerios como el del Cerámico en el que encontraron reposo tantos ilustres habitantes de la Polis,
No hay otra ciudad donde se vislumbre, casi desde cualquier punto, de día y de noche, el sagrado recinto desde el cual la prudente Atenea guiaba a los suyos: el Partenón, obra cumbre de la Acrópolis.
No hay otra ciudad donde, además de todo lo anterior, el viajero pueda sumergirse de tal manera en los orígenes de la Cultura Occidental, visitando Museos como el Arqueológico, el de la propia Acrópolis, el del antiquísimo arte de las islas Cícladas, el de la historia del cristianismo griego en el Bizantino, o el Histórico, que muestra el surgimiento de la Grecia contemporánea.
No hay otra ciudad donde, a muy pocos kilómetros, se pueda recorrer las playas de Maratón (las de la celebérrima Batalla que perdieron los persas), ver el poniente en el Egeo desde el Templo de Poseidón, sobre la roca de Sunión (desde cuya cumbre el rey Egeo, creyendo muerto a su hijo, decidió arrojarse a las azules aguas que tomaron su nombre), o explorar Eleusis, frente a la isla de Salamina (escenario de otra de las grandes Batallas), recinto de Deméter y Perséfone, Eleusis, digo, capital indiscutida de la religión griega.