Al menos desde 11.000 años antes de la llegada de Colón, innumerables culturas poblaron este continente americano”, advierte un cartel en el ingreso al imponente edificio federal que, en pleno Distrito Financiero (pegado a Wall Street), alberga al National Museum of the American Indians.

Cuando los primeros europeos descendieron de sus embarcaciones, este mismo territorito neoyorkino se encontraba habitado por los “Delaware”, que en su lengua se denominaban “Lenape”, es decir, “hombres reales”, y que a la actual metrópoli llamaban “Manahatta“, es decir, “lugar donde se junta madera para hacer arcos y flechas” (nombre que derivó en el actual de “Manhattan”).
A esta misma isla llegó en 1609 Henry Hudson, un aventurero y navegante inglés al servicio de los holandeses, que se atrevió a remontar el ancho río que hoy lleva su nombre. Después, sucesores holandeses de Hudson, entre poblados nativos, campos de maíz, bosques, osos y vides, fundaron Nueva Ámsterdam. Y tuvo que llegar el año 1664 para que los ingleses atacaran a los holandeses, tomaran Manahatta/Nueva Ámsterdam, y la re bautizan como Nueva York.
Ante la irrupción brutal e irreversible de tan extraños hombres blancos, muchos de aquellos nativos decidieron migrar, mientras que otros eligieron permanecer y negociar con los recién llegados.
Back Lives Matter, homeless, “locos”, gente que duerme en el subway… esas presencias en las calles neoyorquinas interpelan al viajero, como si recordaran un quejido primordial, una disonancia entre lo actual y aquellos tiempos en los que se produjo el insoslayable origen del tiempo que nos toca vivir.

La pandemia, por su puesto, también mostraba lo suyo en la Nueva York de fines de octubre y principios de noviembre de 2021. La ciudad parecía estar intentando salirse de las catacumbas, del limbo inconcebible al que había sido arrojada, y llevaba al viajero a acompañarla con PCRs y carnets de vacunación que había que presentar en todas partes.
Fueron 17 días de alta intensidad en la urbe que, a pesar de los pesares, seguía mostrándose como la fascinante capital mundial que aún es: la inigualable “Roma” de nuestra era.
Días templados en general, y muy fríos algunos, casi sin lluvias. Días de farmacias que hacen las veces de supermercados, y de falta de esos bares imprescindibles que los porteños requerimos para hacer un alto y beber un buen café. Días de tarjeta Metrocard (semanal de subte y buses sin límite), y también de viajes urbanos y caminatas -casi- ilimitados.
Frenéticas jornadas neoyorkinas donde comer lo más mínimo salía “un ojo de la cara”, de más de una visita al MET inabarcable (visita a la historia de la humanidad a través de las huellas que dejaron las culturas innumerables en la Tierra), y al Museo de Historia Natural, donde como se decía en el famoso film, “la historia cobra vida” (quizás hubiese sido más apropiado referirse a “las historias”: la del planeta, de los planetas, de las estrellas; la de las tribus humanas, de los mares y de todos los seres vivos; y claro, la del origen del hombre).

Incursiones por las católicas iglesias Old Saint Patrick (núcleo de la primera inmigración irlandesa, en la zona que después fue Little Italy) y New Saint Patrick (de finales del siglo XIX, en la Quinta Avenida, frente al Rockefeller Center y a su Atlas). La imponente catedral anglicana de Saint John en los confines de Harlem, muy cerca del campus de la Columbia University, y tantas otros templos sobreviviendo entre las cumbres de cristal y hormigón.

Contemplé la Estatua de la Libertad en medio de la Bahía, desde los estratosféricos miradores de One World y Edge, sobre el río Hudson, y desde la ribera de Brooklyn, sobre el East river. Y me zambullí en el Brooklyn en sí, ese otro Nueva York, tan diferente, al que se llega o del que se regresa (si uno tiene resto para evitar los transportes motorizados) pisando las crujientes maderas del Bridge; un Brooklyn que no sólo me ofreció su espléndido Museo de Bellas Artes (donde el Antiguo Egipto late como quizás no lo hace en ninguno de sus pares), sino también la vivencia de las calles ortodoxas que habitan los judíos de Williamsburg, y hasta la delicia de una masita inolvidable que me fuera entregada, a sólo un dólar, por cierto amable panadero con “peies”.
Y por supuesto las calles repletas de teatros -también en lenta resurrección post pandémica- del distrito de Broadway, y en su seno Times Square, con los carteles luminosos que la convierten en día en plena noche, y el “naked cowboy”: un hombre vestido con apenas un slip llevaba esa frase, y que aguantaba guitarra en mano incluso las brisas más frescas, con la esperanza de juntar los morlacos para la cena.
El Museo de la Cuidad es un viaje al pasado de la propia metrópolis, y el MOMA un periplo inigualable por el arte universal que se hizo en los últimos doscientos años.

Y resultó ser que el Toro de Wall Street fue desplazado al límite sur de la avenida Broadway, y que la niña-estatua sigue contemplando con broncíneo asombro a la Bolsa en que se transan las finanzas del planeta, y que ese edificio del Comercio no está precisamente en la calle “Wall street”, sino a unos metros, en Broad street, y que lo que sí está sobre Wall street es otro imponente edificio clásico, el Federal Hall, donde juró el general George Washington en 1789 como primer presidente de la nueva República (antes, en tanto General en Jefe del ejército revolucionario, Washington había tomado Nueva York de manos de los ingleses en 1783, a siete años de iniciada la Guerra de la Independencia).
En la angosta calle John street del Downtown me llamó la atención una pequeña placa que contaba la historia de quien le dio nombre a esa vía: se trataba de un tal John Harpending, un curtidor de cueros poseedor de algunas tierras que supo donar a la iglesia protestante de la misma calle. Decía también la placa que la “street” apareció por primera vez en los mapas en 1699, 90 años después de la llegada de Henry Hudson, y 90 años antes de que Washington fuese investido, a pocas cuadras de distancia, como el primer presidente de Estados Unidos.

Las interminables recorridas me llevaron además al Greenwich Village y a su Caffe Reggio (donde sí se puede tomar un buen café), a los inigualables ñoquis en Little Italy y al Soho donde descubrí un rincón de alquimistas y un anexo del MOMA dedicado al diseño; al inolvidable sándwich de pastrón del más que centenario bodegón judío “Katz” en el East Side, a la Nueva York de los años ’30 que vive en el Empire State, a las banderas de las Naciones Unidas (frente a Trump Tower y a la vuelta de la central mundial del Laboratorio Pfizer), y a los laberínticos senderos de aire puro y ardillas del Central Park, donde la Alicia de las Maravillas convive con Strawberry Fields, la hectárea que homenajea a John Lennon, donde un oportuno guitarrista entonaba “Penny Lane”.

El Memorial del 11 de septiembre es conmovedor por muchas razones: lo es por los rectángulos vacíos que marcan lo que fueron las Torres Gemelas (a las que yo había subido de noche en 1994, y de día en 1996), lo es porque se palpita allí la tragedia de quienes perecieron en la jornada aciaga (“Nunca jamás serás borrado de la memoria del tiempo” reza en su homenaje una cita de Virgilio dentro del Memorial), y lo es, también, porque todo el extraordinario complejo monumental que allí se erigió nos recuerda la pasmosa fragilidad, así como la dimensión de incomunicación irreductible que nos habita como humanos.

Sobre la plaza central del Rockefeller Center parece volar una llamativa estatua dorada de Prometeo
. “Maestro de las artes; trajo el fuego que mostró a los mortales el medio y los fines…”, explica una placa cerca de la áurea escultura. Mientras observaba en el centro de New York City esa llama de los dioses que nos convirtió en humanos, tomé conciencia de que -salvo el fuego- nada es eterno, y me pregunté adónde iría a parar la antorcha el día en que el sitio donde me encontraba dejase de ser el centro del mundo.

En la ciudad universal, la última cena fue con teriyaky en un pequeñísimo local japonés del Downtown llamado Kuu Ramen, y para el traslado al aeropuerto John F. Kennedy me tocó en suerte una taxista musulmana, a la que no llegué a preguntarle sobre su país de procedencia.