Una superficie arenosa de algo más de doscientas hectáreas es lo que queda de la mítica ciudad que provocó en Alejandro Magno, a su llegada en el 329 aC, el célebre testimonio: Es todo cierto lo que he oído sobre Samarcanda, excepto que me resulta aún más bella de lo que imaginaba”.
Las hordas mongolas de Gengis Khan la sitiaron, demolieron sus murallas y la arrasaron, a ella y a su inigualable biblioteca, en 1220 (unos 1500 años después de la llegada de Alejandro, y 5 siglos más tarde que la conquista musulmana).
Ocurrida la masacre, los sobrevivientes se dieron a la ardua tarea de reconstruirla en los alrededores, y en el centro, sobre la otrora colina amurallada de Afrosyab, donde todo había sido, quedó la nada.
Los soviéticos empezaron con las excavaciones en los años ’70 del siglo XX y crearon, allí  en Afrosyab, un excelente Museo del Sitio. Arqueólogos europeos y uzbekos trabajan en el desolado lugar cada verano, bajo 60°C: hasta ahora establecieron la existencia de la ciudad desde al menos el año 700 a.C., pero es probable que sea aún más antigua.
La visita a esta cumbre arenosa es conmovedora: el encuentro con un vacío tan significativo fue para mí el núcleo de todo el viaje. La gran Samarcanda que vino después, incluso capital de un nuevo Imperio (el del brillante y sanguinario Tamerlán), con su Registán, sus increíbles mezquitas y mausoleos medievales, sus múltiples barrios (algunos intrincados y antiguos, otros abiertos y modernos), su magnífico Bazar Syob, sus avenidas y jardines rusos y soviéticos, no parecen ser más que un eco de aquella antiquísima ciudad reducida a cenizas por los atacantes de las estepas, de aquella desaparecida encrucijada de persas y nómadas, camellos y mercaderes, místicos y poetas, zoroástricos y budistas, portadores de la Torá y del Corán, chinos y embajadores de la Rus de Kiev. 
Sobre una de las faldas de la colina de Afrosyab hay un Mausoleo, importante sitio de peregrinación del Islam: se dice que allí descansan los restos del profeta bíblico Daniel (“Donyor”), intérprete de sueños inmemoriales, que en el siglo VI aC vivió cautivo en Babilonia, hasta ser liberado por Ciro II, el Gran Rey de Persia. Cuentan que fue enterrado en Susa, una de las capitales persas, y traído desde allí por Temerlán, a fines del siglo XIV de nuestra era, cuando el bravo descendiente de nómades y emires procedió a conquistarla, como parte de la imparable expansión de su Imperio.
Curiosidad: nada queda, tampoco, del Palacio desde el que gobernó Temerlán en la “nueva Samarcanda”, salvo el testimonio que dejó Rui González Clavijo, embajador de Castilla ante el emperador. El territorio de aquella fortaleza está hoy ocupado por parques, avenidas, edificios universitarios y bancarios, y el Teatro de la Ópera. El Registán, gran plaza rodeada de tres imponentes madrazas, restaurado en tiempos de la URSS, es así el principal testigo de aquella capital imperial.