Recorrí la zona arqueológica junto a un guía del lugar y una pareja de texanos.
Aquello fue impresionante.
Tulum (a la que los antiguos mayas llamaban “Ciudad del Amanecer” por el deslumbrante espectáculo que brinda el sol cada día al surgir desde el mar) habría sido la única ciudad inexpugnable del “Mundo Maya”, gracias a los intrincados bosques que la protegían de un lado y a los acantilados y la barrera de arrecifes – hundida en el azul celeste del Caribe– del otro lado. Cuando un año antes de la llegada de Hernán Cortés se aproximó navegando desde Cuba el español Juan de Grijalba, dijo que “la ciudad de Sevilla no nos pareció ni mejor ni más grande”.
La Tulum arqueológica de nuestros días está -como tantas otras ruinas en México- completamente aislada del pueblo de Tulum. Cuando uno entra allí, el conjunto de templos y castillos casi colgados sobre el inmenso espejo marítimo, combinado con un sol de “invierno” que no deja de ser abrasador pero con vientos fuertes que lo alivian, hacen que el viaje en el tiempo a la época de oro de los mayas resulte abrumador.

En la mañana en que me tocó abandonar Tulum fui a Cobá, uno de los múltiples elementos del “Mundo Maya”, metido dentro de un bosque. La bicicleta que conseguí en alquiler para recorrer su extensión boscosa resultó muy práctica. Con canchas de juego pelota, numerosos templos, una muy desarrollada red de caminos llamados “sacbe”, y gran cantidad de estelas que en jeroglífico cuentan su historia, la ciudad comenzó a edificarse en los primeros siglos de nuestra era, y tuvo su esplendor hacia el año 1000.
Todo el “Mundo Maya”, con sus diversos matices y realidades locales, floreció mientras en Europa nacía y se consolidaba el cristianismo. De hecho “la cruz” es un símbolo central para ambos, aunque en el caso de los mayas, lo que se simboliza con ella es “el árbol de la vida”, la ceiba, que a su vez representa la articulación entre el inframundo y el supramundo.