¿Por qué Egipto insiste, nos insiste?
¿Por qué nos sentimos, aún hoy, interpelados por las Pirámides, o por el faraón Keops (cuya estatuilla en el Museo Egipcio se observa en la foto de aquí arriba) o por la mirada de la Esfinge que custodia a Kefrén?   

La civilización egipcia, la más antigua que se conozca –
si dejamos de lado teorías que hablan de otras anteriores-, empezó a tomar forma hace unos siete mil años, pero la época imperial parece haberse iniciado alrededor del 3.100 a.C., cuando el faraón Narmer unificó el Alto y el Bajo Egipto: allí tuvieron su origen las treinta Dinastías que modelaron los Imperios Antiguo, Medio y Nuevo (con  sus respectivos Períodos Intermedios), oscilando la capital entre Menfis, Heliópolis y otras urbes del Bajo Egipto, y Tebas (actual Luxor, en el Alto Egipto), hasta que el país fuera conquistado por Alejandro Magno, designándose como nueva capital Alejandría, la ciudad por él fundada. Pasarían griegos, romanos y cristianos hasta que, muchos siglos después, ya bajo dominio musulmán, la capitalidad volviera a la región original, cerca de las pirámides, con los nombres de Fustat primero, y de El Cairo después.

Egipto se hizo alrededor, y se nutrió de su arteria principalísima: el Nilo.
El llamado “Bajo Egipto” se conformó en el extremo norte, alrededor del inmenso Delta donde el Nilo desemboca en el Mar Mediterráneo. Es en esa costa norte que se asienta Alejandría, que tuvo en el Faro una de las siete Maravillas del Mundo Antiguo, y que en su Biblioteca, incendiada en el ocaso de la Edad Antigua, presumió de poseer toda la sabiduría del mundo (en el siglo XXI una nueva Biblioteca, modernísima, con sus veinte millones de volúmenes, busca revivir aquel tiempo glorioso). La Alejandría de hoy es una perturbadora mezcla de barrios caóticos, inspiradores barcitos de sesgo medieval donde parroquianos apacibles pasan sus tardes, lujosos hoteles y restaurantes sobre la rambla que bordea el azul del Mar, un Castillo-Fortaleza de origen otomano edificado sobre lo que fuera el antiguo Faro, y maravillas arqueológicas como las Catacumbas Kom-El-Shouqafa, que si bien datan de los tiempos romanos, presentan una mayoría de motivos provenientes de la religión egipcia. 
Sobre el mismo cauce del Nilo pero mucho más al sur, está el llamado “Alto Egipto“, frente a cuya capital, Tebas o Luxor (a la que no fui en este viaje sino en otro, 25 años antes), en la orilla occidental, del otro lado del río, se ubica el Valle de los Reyes, recinto mortuorio donde la mayoría de los más importantes faraones fueron colocados para iniciar su periplo hacia a la inmortalidad.  
Y más al sur aún, ya en los confines de la antigua Nubia (donde hoy es Sudán), Asuán, “la ciudad de los mercados”, con la vistosa Isla Elefantina en el centro del Nilo, sus numerosos bazares y el fantástico Museo de Nubia.
Desde Asuán, tres horas de ruta mediante, entre lo más profundo de los desiertos salpicados por oasis amurallados (producidos y administrados por el Ejército egipcio de nuestro tiempo), el magnífico santuario de Abu-Simbel, hijo de dos inmensos proyectos constructivos: el que hace más de tres milenios realizara Ramsés II, con sus Templos Mayor y Menor y los colosos de piedra que custodian sus fachadas, y el del siglo XX, impulsado por el líder egipcio Gamal Abdel Nasser. Las obras proyectadas para la gran represa de Asuán iban a generar una inmensa inundación, cuyo resultado sería el Lago Nasser. Para que los monumentos de Abu Simbel no quedasen bajo las aguas del nuevo lago, se decidió construir una montaña artificial detrás del Templo, y trasladarlo todo allí arriba, a unos doscientos metros del lugar original. Semejante emprendimiento requirió un enorme apoyo económico y logístico internacional, que Egipto retribuyó enviando algunos de sus tesoros a los países que colaboraron: tal el caso del 
Templo de Debod que hoy se observa en Madrid, o el de Dendur, actualmente en el MET de Nueva York.
Finalmente, al norte del Alto Egipto , pero al sur del Bajo Egipto, sobre la orilla oriental del Nilo, hay un sitio muy particular: “Tell el Amarna” se llama en árabe. Allí, 
en el siglo XIV a.C., el faraón rebelde Akenatón, el primer monoteísta, fundó su propia capital.
El monoteísmo terminó prevaleciendo en Occidente, pero los ecos de los antiguos dioses del Nilo y sus arenas, quizás sigan dando vueltas por alguna parte. De hecho, ¿cómo podría yo asegurar que no es Thot quien me impulsa a escribir estas líneas?