No sé si existe una sensación siquiera parecida a la de llegar a Delfos.
Ya desde el pueblito contemporáneo entre nubes y aire purísimo, al que entré cerca de la medianoche, se percibe la magia.
Y a la mañana siguiente, atravesando a pie diversos senderos, alcancé la zona arqueológica. Claro que no se trata de un mero sitio para satisfacer curiosidades: alrededor de ese lugar en donde estaba ahora, en la vertiente sur del Monte Parnaso, sobre el valle abismal de infinitos verdes, giró la Grecia Antigua, y no solo ella.
Pitonisas y sacerdotes del Oráculo revelaron a Edipo y a Layo el cruel destino, dijeron a Creso la célebre ambigüedad: “Si cruzas el río Halis, un imperio morirá y otro nacerá”, y depositaron en los hombros de Sócrates la responsabilidad de comprender por qué lo consideraron “el hombre más sabio de Atenas”.
En cuanto a mí, un peregrino más entre los miles o millones de todas las épocas que alcanzaron la fachada del Templo de Apolo, Delfos me recordó la sabiduría milenaria, tantas veces conocida y olvidada: “Conócete a ti mismo” y “Nada en exceso”