Un Museo de la Ciudad no tan interesante, aunque sí el espectacular edificio y las pinturas de las Tenochtitlán Azteca y Arcaica.

Subte (pasillos llenos de librerías hasta la estación Zócalo, dos estaciones hasta Hidalgo, abarrotado).
Y allí, en el extremo occidental de la Alameda, muy cerca del Antiguo Quemadero de los inquisidores, el Museo Mural de Diego Rivera, que guarda el Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, fantástica obra que el pintor realizara en 1947. Muestra una tarde dominical repleta de personajes de la historia de México, en cuyo centro podemos observar al autor cuando era niño tomado de la mano de la Catrina (personaje bisagra entre la vida y la muerte), y entre ambos una Frida Kahlo adulta que sostiene el símbolo chino del Ying y el Yang (arriba a la izquierda de la pintura podemos ver el mencionado Quemadero de la Inquisición que estaba enfrente del actual Museo, y la figura de la joven Mariana Carvajal, que fue incinerada viva por ocultar su judaísmo en 1601, en el momento previo a ser arrojada a las llamas).

Desde esa zona de Hidalgo fui hasta el Monumento a la Revolución: luego de un rodeo la esquivar una inmensa “Feria del Taco” que circundaba el sitio (todo es así en CDMX, aparecen por doquier, repentinamente, eventos multitudinarios), me deleité allí con la historia de la Revolución, sus antecedentes y sus consecuencias, y subí al Mirador.

Caminando la peatonal Madero pasé por el Convento de San Francisco donde había una reconstrucción de los talleres de Leonardo da Vinci.

Por la noche me dirigí hasta el barrio de Navarte, donde había parado 43 años antes en la casa de mis tíos entonces exiliados. La brisa fresca de esa última noche en Ciudad de México, bajo una luna plenamente llena que brillaba sobre unos cuantos barcitos muy pintorescos, tuvo un significado especial. Mientras contemplaba aquel segundo piso lleno de memorias desde la vereda de enfrente, recordé que en la plaza de la esquina solía haber una feria. Y desde esa plaza, ahora, 43 años después, sonaba una música. Poco a poco la melodía fue captando mi atención: no se trataba de los sones mexicanos que alegran la capital cada tres cuadras, era… ¿podía ser posible?, sí, era tango, tango milonguero. Me dirigí a la plaza. Rodeé un parapeto y descubrí la “milonga porteña” que se estaba dando, en ese preciso instante, en un pequeño escenario.
Parecía demasiado, ¿estaba soñando? Si acaso fue un sueño, las imágenes que acompañan este bloque lo retrataron.