El Peloponeso: península con varios Patrimonios de la Humanidad en su haber, cuyas ciudades-estado, aliadas de Esparta, enfrentaron a muerte a los atenienses (no es el caso de la magnífica Olimpia donde comenzó, bajo la protección de Zeus, eso que llamamos “el deporte”).
Partí de Atenas, crucé el Canal de Corinto y me dirigí a Micenas: extático fue llegar a esas ruinas -muy bien conservadas- descubiertas en el siglo XIX por el alemán Heinrich Schliemann. Al atravesar, por un estrecho camino polvoriento, la casi intacta Puerta de los Leones, creí encontrarme con los espíritus de Agamenón, de Ifigenia, de Clitemnestra, de Orestes y de la flota inconcebible que partió, hace más de tres mil años, a conquistar Troya. Argos y Corinto también transportan, con sus vestigios, a aquel mundo perdido de guerras, tragedias y conquistas. 
Al caer la tarde, entre caminos escarpados, arduos y cada vez más estrechos, alcancé el Santuario de Epidauro (cuyo hito es el teatro antiguo mejor conservado de Grecia, recordándonos que teatro y religión no eran, para aquellas culturas, compartimientos estancos). En el crepúsculo debí explorar, en busca del lugar para pasar la noche, otras montañas, hasta que se me aparecieron, impactantes, las aguas del Golfo Sarónico.

En el centro-sur del Peloponeso, atravesando rutas secundarias y hasta terciarias, se encuentra una pequeña ciudad de provincia llamada “Sparti” o “Esparta”: sí, lleva el mismo nombre y está ubicada en el mismo sitio que aquella potencia militar implacable de la Grecia  Clásica que venció a los atenienses en la Guerra del Peloponeso: pero lo primero que pensé al llegar a esta villa sin vestigio alguno de su remoto pasado, es que la sabiduría, el arte y la convicción de Atenas pudieron mucho más, con el correr de los milenios, que todo el hierro de los espartanos.  Lo más interesante de la Esparta de hoy es la elegante vecina Mystra, en cuya cumbre hay, intacta, una fortaleza cristiana bizantina.
Finalmente, con base en la aldea costera Marathopoli (sobre el Mar Jónico), visité el mismo Palacio de Néstor al que llegó Telémaco, el hijo de Odiseo, al emprender la búsqueda de su padre; y con base en en Pyrgos, al noroeste del Peloponeso, llegué a Olimpia: ciudad-estado neutral, que desde el siglo VIII a.C. hasta el IV de nuestra era, se dedicó a organizar unos Juegos Olímpicos que estructuraron el calendario antiguo. Hay allí un Museo del Sitio y un Museo de los Juegos. Y en el vasto Yacimiento, entre muchos otros vestigios, están los del mismísimo Estadio Olímpico y los del Templo de Zeus (deidad a la que estaba dedicada la Ciudad-Santuario), así como la piedra en que actualmente, cada cuatro años, se enciende la llama olímpica.
La salida del Peloponeso hacia el norte fue entre los asombrosos paisajes que rodean a la ciudad de Patras.
Si bien Lepanto -en cuyo puerto embarcó Cervantes en el siglo XVI para batallar contra los turcos- se encuentra al otro lado del magnífico puente que une ambas costas del Golfo de Corinto, me pareció adecuado incluirla como punto final de este bloque.