El arribo a Teotihuacán, 43 kilómetros al noreste de la Ciudad de México, es un tanto caótico: solo se ve cantidad de puestos de comida y personas que tratan de llevarlo a uno a consumir a esos puestos. La misteriosa ciudad permanece oculta, hasta que irrumpe un funcionario del sitio y con gran cordialidad entrega una mapa y asesora sobre cómo proceder: hay tres estacionamientos adosados a las Pirámides del Sol, de la Luna y de la Serpiente Emplumada (que se encuentran unidas por la muy extensa Calzada de los Muertos). El consejero recomienda estacionar y recorrer cada uno de estos puntos, y después desplazarse en auto de un lugar a otro, para evitar el agotamiento de largas caminatas bajo el implacable sol del “invierno”; sin embargo, fue preferible hacer a pie el trayecto entre Sol y Luna para poder disfrutar la magnificencia de la Calzada.
Junto a la Pirámide del Sol está además el Museo del Sitio, y a unos 300 metros de la de la Luna, dejando atrás el complejo de la Plaza homónima, el de los Murales teotihuacanos. A su vez la de la Serpiente Emplumada o Quetzacoatl, bastante más alejada, se encuentra en el entorno de la llamada “Ciudadela“, corazón administrativo de la antigua metrópoli.

Teotihuacán es un enigma. Nadie sabe la estofa del pueblo que la pudo haber construido, pero sí se sabe de su ascenso vertiginoso: iniciada su construcción, al parecer, unos cien años a.C., tuvo su esplendor alrededor del año 400 d.C., cuando con sus más de 100.000 habitantes fue referencia indiscutida de toda Mesoamérica. Se nutrió de olmecas y zapotecas, comerció con los mayas del sur de México y de Guatemala, y decayó abruptamente entre los siglos VI y VII, hasta quedar completamente abandonada.
Centurias después, los aztecas o mexicas la convirtieron en lugar de peregrinación: los hijos del Imperio acudían a sus ruinas en busca de inspiración y memoria.

Vale recordar el comentario que me hizo el día de la visita un perspicaz lugareño: “al contemplar semejantes monumentos, uno toma conciencia de la fugacidad de la vida“.