Termino este recorrido contemporáneo por Grecia transcribiendo unas notas que tomé tras el largo día en que partí de Tebas, urgué en completa soledad (salvo por un pastor y sus ovejas que alcancé a divisar en el horizonte) las confusas ruinas de Platea, y terminé contemplando el crepúsculo de Atenas desde el Monte Licabetos.  

No fue un hecho menor la Batalla de Platea, en el año 479 antes de Cristo: allí se definió la victoria final de los griegos
(particularmente de los atenienses) sobre el inmenso Imperio Persa, que tenía por objetivo aniquilarlos; sin la victoria de Platea no hubiésemos tenido ni el teatro de Sófocles ni la filosofía de Platón. Merecería entonces, Platea -como tantísimos otros hitos de la Grecia antigua en la Grecia actual-, si no un museo, al menos un cartelito señalando el sitio y contando su historia, pero no.
Merecería poderse llegar a ella desde Tebas por un camino más decente, pero para alcanzar el sitio me vi llevado a transitar (fue la decisión del navegador satelital) unos cuantos kilómetros por una huella de tierra, y a atravesar varios baches inundados por la copiosa lluvia del día anterior, temiendo lo que pudiera pasar al surcar cada uno de esos pequeños pantanos. Finalmente llegué al punto que indicaban los mapas, pero no se veía nada. Encontré unos montones de piedras del otro lado de la huella, pensé que quizás eso sería todo, y seguí resignado hasta la Platea actual (una pequeña aldea), que estaba a un par de kilómetros sobre otra colina. Pero desde esa elevación, sobre la izquierda de la ruta, se desplegaron ante mí, en el hueco de un gran valle, las vastas ruinas donde ocurrió la Batalla, que desde más cerca se me habían ocultado. Regresé y me metí por otra huella aún más angosta, que me acercó más al lugar, pero no del todo. Decidí dejar el auto ahí a un costado, en la inmensa soledad, y surcar a pie una pequeña pero bastante empinada elevación. Viví como un triunfo personal el poder caminar por la memoria de aquellos eventos milenarios, donde me cupo imaginar los gritos de los guerreros, el llanto de los vencidos y los cantos de la victoria griega. Una hora y pico después llegaba a la Atenas que Pericles y sus demócratas pudieron construir, gracias a Platea.”